29/6/22

Felizmente infelices

Todos, en todas partes, orientamos nuestra existencia a llevar una vida mejor: un trabajo mejor pagado, un estándar de vida más alto. Importan los ascensos en el escalafón jerárquico, el sueldo, una casa más grande o individual, el reconocimiento... Sin embargo, de un tiempo a esta parte, la obsesión es hallar la felicidad, ese bien intangible del que hablan, sin mesura, ni brevedad tampoco, los millones de libros de autoayuda que hay en las librerías y la inmensa mayoría de las tonterías que se publican en Instagram o Facebook.

Pero no solo los libros. Luego está el gimnasio y el cuerpo bonito. Los talleres de mil y una cosas, desde pintura a yoga, los muchos cursos de formación en las más variopintas enseñanzas, los anuncios de los bancos (¡los bancos!, hay que ver)…  Está claro que ser feliz es una obligación. Se puede llevar una existencia perruna, tener un pésimo trabajo con un jefe gilipollas, un sueldo ínfimo, incluso una vivienda ruinosa y una pareja promiscua... pero lo importante es ser feliz y mostrárselo a todo el mundo, poco más o menos como muestran sus sensuales cuerpos toda esa legión de chicas y mujeres en Instagram y Facebook (siempre lo hacen incluyendo frases pseudofilosóficas que parecen extraídas de un manual de autoayuda, tal vez porque creen que sus turgentes senos y larguísimas piernas, apenas cubiertos de ropa, son la expresión fundamental de su sentimiento de felicidad). Los actos de bondad hacia otras personas, animalitos y plantas, cuanto más lejanos o desconocidos, mejor (no como antaño, que se perpetraban en el propio edificio) se venden también como formas de alcanzar (o haber alcanzado) la felicidad. El mostrador está tan repleto de productos que parece difícil encontrar alguien que no sea feliz o no lo esté intentando.

Biológicamente, todo este asunto tiene bastante que ver con un neurotransmisor, la dopamina, esa causante de que la gente tome chocolate cuando le van mal las cosas en la cama (también yéndole bien) porque aumenta un 55% la cantidad de esta sustancia en el cerebro. Claro está, los asuntos de cama lo aumentan un 100% (coma usted dos tabletas, no se quede con una sola), pero incluso el fornicio queda humillado ante la potente cantidad de dopamina que inyecta el tabaco (un 150% de aumento) o la cocaína (un 225%).  Inundar el cerebro de dopamina es fácil, pero, ¿qué ocurre cuando se esfuma? Que nos sentimos infelices (razón tal vez por la que se vende tanto chocolate y tanto tabaco, no hablemos de las drogas; los asuntos de cama requieren otra aproximación porque intervienen muchos otros factores).

Una cuestión asaz curiosa es que la población de los países ricos y con un nivel alto de bienestar padece mucha más ansiedad que la de los países pobres. En el mundo, los casos de depresión han aumentado un 50 % entre 1990 y 2017, y cabe preguntarse por qué si tenemos riqueza, libertad, sanidad pública, tecnología y muchas otras cosas, somos más infelices que nunca. Al final parece que buscar la felicidad nos vuelve infelices. Ni siquiera los niños se salvan, lo cual seguramente tenga que ver con esa obsesión estúpida que tienen (tenemos) los padres por evitar los sufrimientos emocionales de los hijos, algo que los convierte de inmediato en seres malcriados, caprichosos, egoístas, consentidos y débiles, muy débiles, emocional e intelectualmente hablando. Durante años, la disciplina y severidad en la educación infantil trataba de corregir la "maldad" intrínseca de los niños y que se volvieran sociables y aptos para el mundo exterior. Hoy no. Hoy se les sobreprotege en extremo y en modo alguno se les da responsabilidad. Al ceder los padres a todos los deseos de sus hijos, y no solo en la niñez, y ser esta una tendencia mayoritaria, lo que estamos haciendo es crear una sociedad absolutamente hedónica e incapaz de tolerar el menor sacrificio.

Lo mejor, sin duda, sería abstenerse de consumir (o estimular) dopamina. Tolerar e incluso sumergirse en sensaciones dolorosas constituye una forma excelente de madurar y aprender. 



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